lunes, 29 de noviembre de 2010

E-libros y bibliotecas públicas: los problemas crecen

Las bibliotecas, especialmente las bibliotecas públicas, tratan de seguir el ritmo de los tiempos para no quedarse atrás y seguir ofreciendo el útil servicio que durante generaciones han prestado a la comunidad. Sin embargo, los momentos actuales no parecen los más propicios, todo son obstáculos: a la tradicional desidia de la mayoría de las autoridades y al desconocimiento de parte de la población del servicio de las bibliotecas públicas (debido, en buena parte, a lo anterior), se han unido las drásticas reducciones presupuestarias consecuencia de la crisis económica. El artículo que hoy traigo va sobre las nuevas contrariedades que van apareciendo.

En el Reino Unido tratan de superar todas estas dificultades y una tercera parte de las bibliotecas públicas ya ofrecen un servicio de libros electrónicos. Su llegada supone una buena oportunidad de atraer a nuevos lectores, así como de retener a antiguos clientes que están demasiado ocupados o enfermos para visitar la biblioteca durante el horario de apertura. El sistema de libros electrónicos implantado parece muy ventajoso: el usuario descarga el libro que quiere de manera remota, utilizando su tarjeta de la biblioteca y un PIN. Además, el cliente ni siquiera tiene que acordarse de cuando pidió el libro, el libro digital se elimina automáticamente de su lector electrónico una vez ha concluido el período de préstamo.

Pero esta nueva vía está trayendo nuevos problemas. Al parecer se han registrado descargas no autorizadas desde latitudes lejanas como China. Esto ha llevado a la Asociación de Editores (P.A., Publishers Association) a informar a las bibliotecas de que es posible que tengan que prohibir a los usuarios la descarga de libros de forma remota, y que tendrían que acudir a las instalaciones de la biblioteca a descargar el libro electrónico.

Esta situación, a la vez que es regresiva en un momento en que las bibliotecas públicas tratan de innovar en su lucha por la supervivencia, deja sin sentido el propio concepto de libro electrónico.

Lo más interesante de todo es que la propia empresa (Overdrive, con sede en Cleveland) que suministra los libros electrónico considera que la Asociación de Editores está haciendo un desierto de un grano de arena, ya que afirman que los casos de descargas ilegales han sido incidentes aislados contra los que se ha actuado en el plazo de 24 horas tras haberse descubierto. Su sistema tiene controles para asegurar que las bibliotecas que prestan libros electrónicos sólo los ofrecen a los usuarios de su restringida área geográfica.

También, como no podía ser de otra manera, las bibliotecas están trabajando por la defensa de la legalidad y, aunque han recibido peticiones para hacerse socios de personas de China y de Nueva Zelanda, siempre han rechazado dichas peticiones.

En cambio, la Asociación de Editores sigue defendiendo que se tienen que asegurar de que no se trata de una grave amenaza para las editoriales comerciales. Y que, sólo en el caso de las personas discapacitadas, bibliotecas y editoriales arbitrarían la manera para que dichos clientes pudieran acceder al préstamo de libros electrónico de forma remota.

Como opina el novelista Nick Harkaway, las restricciones de los editoriales son algo completamente inútil. Si el préstamo de libros electrónicos conlleva ciertos riesgos, también el préstamo de los libros impresos los tiene, ya que un libro puede ser escaneado en pocos minutos.

También existe otra cuestión problemática: los autores reciben seis peniques por cada préstamo de uno de sus libros impresos, mientras que no reciben ninguna remuneración por el préstamo de sus libros en versión electrónico. Esto significa una traba más a que las colecciones electrónicas dispongan de las obras más leídas y actuales, unida a los temores de las editoriales.

Esperemos que acabe imperando el sentido común (algo que no suele ocurrir, dicho sea de paso) y que las bibliotecas públicas puedan seguir el ritmo de los cambios tecnológicos y de las costumbres de la sociedad. Lo contrario sería arrinconar absurdamente a las bibliotecas públicas e impedir el acceso a una parte cada vez más importante de la cultura a l@s ciudadan@s.

Nota: enlace al artículo original publicado en The Guardian el 26 de octubre del presente año, escrito por Benedicte Page y Helen Pidd.

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